“Volver a Ver” (2018), documental peruano estrenado el pasado 5 de agosto en el Festival de Cine de Lima, muestra el reencuentro entre tres fotoperiodistas y sus fotografiados. Mañana jueves 7 de noviembre será el estreno a nivel nacional en todos los cines incluido la ciudad de #Arequipa y #Puno.
La historia gira en torno a los fotógrafos Vera Lentz, Oscar Medrano y Alejandro Balaguer, fueron los corresponsales que documentaron episodios claves del conflicto armado interno en Cochas, Acosvinchos y Huaychao, tres comunidades profundamente afectadas por la brutalidad de la guerra a más de 4 mil metros de altura. El documental, ganador del premio DAFO en el 2013, supuso para la directora, Judith Vélez, una investigación profunda en los archivos fotográficos de la revista Caretas, así como constantes viajes a dichas comunidades para establecer vínculos con los campesinos. Con todo esto, este documental recién pudo ser filmado en el 2015 gracias a la colaboración de La Mula en la postproducción.
Desde nuestra lectura, “Volver a ver” funciona como un poderoso archivo de memoria visual, como un potente reclamo histórico y como una muestra altamente simbólica de una férrea resistencia ciudadana. No en vano el documental demuestra lo urgente que es entender el concepto de “víctima” como uno de contenido variable y por ello, complejo. Sobre este concepto que “se ha convertido en un nuevo campo de acción pública internacional: el de las políticas de la memoria” (Hartog: 2012, 17)[1], se puede decir que también se entiende como un acción contra la impunidad, o, como lo plantean Humphrey y Valverde (2007)[2], “como parte de un duelo político emocional colectivo”[3]. El documental desarrolla este concepto como un poliedro lleno de limitaciones y alcances, no solo a través de la narrativa que concilia sobre las fotografías de los campesinos hace 30 años y las actuales, sino porque también reúne testimonios de campesinos que, aunque no fueron fotografiados, desarrollan un correlato a la narrativa fotográfica, que colabora a complejizar esta idea que tenemos sobre las “víctimas”. Permítanme desarrollar un par de ejemplos al respecto para ilustrar mi argumento.
Los dos testimonios más impactantes sobre cómo los campesinos se defendieron, son filmados. Uno es el de Jesús Urbano, hijo de un herrero, y el otro, de un –aparente- rondero llamado Fortunato Cipriano. Ambos explican cómo se organizaban para manejar diferentes tipos de armas. Por supuesto, éstas eran hechas por ellos mismos, y encierran una idea muy particular de la defensa. Permítanme citar lo que señala Jesús Urbano: “Desde pequeños [los adultos] nos enseñaron a usar armas, y también nos enseñaron a defendernos con ellas, desde niños tuvimos que enfrentarnos. Los herreros hacían las puntas de las lanzas. Mi papá era un herrero y hacía las puntas de hierro. Todos aquí querían tener sus lanzas y mi papá las hacía para nosotros y para los vecinos. Con esas lanzas nos hemos defendido. Por muchos años, así hemos vivido” (Énfasis mío)
No deja de ser interesante cómo adaptaron sus oficios, como el de ser herrero, para producir armas útiles en la autodefensa. No obstante, lo más impactante de esta descripción radica en cómo se la ha conectado con la fotografía que sigue: en silencio y en blanco y negro[4], atendemos a un pequeño ejército de mujeres, algunos hombres y niños que, en pocos casos, miran a la cámara. Están de pie, rodeados de destrucción: casas sin techos, con las paredes a cuestas, cerros desnudos a su alrededor. Algunos y algunas de este breve y desprotegido ejército, sostienen estos palos con puntas de hierro que se nos ha descrito segundos antes. De esta forma, el documental está representando la complejidad de lo que es, e implica ser víctima: frente a su intención de defenderse, a la fuerza con la que habla el hijo del herrero, está la precariedad que limita, pero también visibiliza su voluntad.
El segundo ejemplo el testimonio de Fortunato Cipriano, quien nos presenta varias armas y la narrativa que está detrás de ellas. Este testimonio es sorprendente por el nuevo sentido que les da a las fotografías que continúan. Quiero decir, no es posible mirarlas nuevamente -como solo- testimonios de masacres a sujetos que eran pasivos ante la violencia. Fortunato explica cuántos tipos de armas tenían y describe minuciosamente cómo es que los afectados se desmarcaban de cualquier tipo de pasividad y eran héroes de su propio contexto. Permítanme citarlo: “En el año 1984, estos palos son los fundadores de las rondas campesinas. Con esto nos hemos defendido, entre mujeres y hombres, incluso los niños de 14 años estábamos incluido en esto, para parecer más cantidad que los terroristas. Estos palos los hacían correr a los terroristas y como nosotros éramos cantidad les tenían miedo. A continuación, como no falta en todas las cocinas, estos cuchillos [y muestra el palo que tiene en la punta un cuchillo], que de igual forma las utilizamos entre varones, mujeres y niños, éramos obligados. Con esto los hacíamos corretear a los terroristas. A continuación, no faltó el herrero, a propósito, para defendernos, le pedimos que hiciera esto [y muestra el palo con punta de hierro descrito anteriormente]. Los miraban los terroristas y se corrían, incluso los hemos agarrado. A palabras nos hemos insultado. Igualito se usaba entre mujeres y hombres. Después intentamos hacer este tipo de arma [y muestra una escopeta hecha de madera[5]], cuando se mira de lejos se nota que es un armamento. Esto sí lo utilizábamos puro varones, y mayores de edad. El otro es el hechizo, ese era efectivo. Con eso nos hemos enfrentado en las alturas de nuestra jurisdicción y nos hemos defendido. En el año 1990 nos dieron este tipo de armamento arma [y muestra una verdadera escopeta], con sus respectivas municiones, y nos hemos defendido. Así hemos buscado la pacificació”. (Énfasis mío)
El “hechizo” es un arma que tiene municiones y que dispara a largas distancias, más adelante, en el documental, otro campesino lo muestra y prueba. Además, de estas armas (palo, palo con punta de cuchillo de cocina, “hechizo” y escopeta), usaban también hondas tejidas a mano, con las que lanzaban piedras a distancia. Su alcance es sorprendente. Sumado a esto, Fortunato cuenta cómo mujeres y hombres se organizaban territorialmente para defenderse mirando desde los torreones que construyeron para defenderse. Él enfatiza que no solo vigilaban, sino que siempre “se pasaba lista, obligatoriamente”, porque “tenían que estar concentrados” en sus turnos de defensa en los torreones. Todo esto no es solo una estrategia militar, sino es una tremenda conciencia de su agencia como comunidad, como víctimas que se resisten a serlo. Con toda esta descripción detallada de sus armas y estrategias de resistencia, no se pueden ver las fotos de la misma forma. No solo hay muertos, hay héroes, hay luchadores y luchadoras que se organizaron para su propia subsistencia.
Ahora bien, todo lo que hemos referido hasta el momento se ha centrado en testimonios de campesinos que no fueron fotografiados. Veamos ahora las fotografías de los años 80 y que también aparecen en el documental. En ellas se retrata otra forma de entender el concepto de “víctima”. Vale la pena mencionar que ninguna de estas fotografías tiene una intención antropológica (en el sentido de que no buscan composiciones estéticas) y tampoco tienen intenciones neocoloniales como lo tendrían las fotos antropométricas. No hay escenificaciones, no hay un interés etnográfico, sino que cada fotografía funciona como un conocimiento particular de un evento crítico como lo fue el senderismo en el Perú. Al respecto, me permito una (necesaria) digresión. Entiendo por “evento crítico”[6] lo que la antropóloga india Veena Das (1995) retoma de Francois Furet (1978): aquellos eventos históricos que afectan de una u otra forma a una gran variedad de actores, discursos, espacios, de tal modo que a partir de esta afectación se producen otros actores, discursos, etc.[7] El senderismo es un evento crítico en nuestra historia nacional porque cambió la geografía interna del país ya que varias comunidades desaparecieron casi completamente, se reconfiguraron familias, hubo desplazamientos forzosos y masivos, murió una gran parte de la población amazónica y andina, y la misma capital perdió su confort y distancia frente a estos eventos tras el estallido en Tarata, tras los apagones, los secuestros al paso, los “toques de queda”, etc. En esta línea, el terrorismo en el Perú también fomentó la creación de nuevos actores como los ronderos, y junto a ellos, nuevas leyes, y nuevas comisiones (CVR), así como nuevos espacios para los reubicados, y nuevas organizaciones en pro de los afectados. Por todo esto, contextualizar a este documental como un testimonio vigente y actual de este evento critico no solo tiene relevancia, sino un carácter de urgencia.
Bajo esta premisa, quisiera exponer un ejemplo de una de las protagonistas del documental. Me refiero a Maximina, quien fuera fotografiada por Vera Lentz, con quien se reencuentra luego de 30 años de haber sido fotografiada. Su caso nos permite mostrar la otra arista que problematiza el documental sobre las implicancias de lo que es ser víctima. La escena comienza, como todas las demás, sin presentarnos directamente los nombres de los fotografiados o testimoniantes. La cámara sigue a Vera en su ingreso al Centro Penitenciario de Ayacucho. Lentz pasa todos los controles y las cámaras nos permiten seguir y ver el camino hasta llegar a la celda de Maximina: una mujer que en el año 83 estaba celebrando su pedida de mano, y que, intempestivamente recibió, esa noche, la “visita” de policías. Cuando ellos llegaron, algunos invitados aprovecharon para reclamarles por el robo de sus animales. Entonces la policía detuvo a los 32 invitados. Lo que sigue es brutal. Los llevaron caminando hacia una quebrada y después de violar a las más jóvenes, los policías ejecutaron a todos y luego dinamitaron el cerro. Solo sobrevivió una única testigo de la matanza. Mientras escuchamos la voz de Lentz, que fue quien fotografió lo que siguió a la matanza, atendemos a rostros de desesperación, todos en blanco y negro, subiendo por escarpados pasajes para enterrar a los cuerpos que desenterraban luego de haber sido dinamitados. En este momento, Lentz fotografió, sin saberlo, a la novia: Maximina. Ella se quedó sin 15 familiares, solo en esa noche. Murieron sus hermanas, su novio, su padre, madrastra, sobrinos. Solo su abuelo logró escapar. Luego de más de 30 años de este terrible evento, Lentz visita en la cárcel a Maximina y conversan sobre ese día y sobre su presente.
En su encuentro, Maximina narra lo que recuerda de esa terrible noche gracias a las fotos que le muestra Lentz. La cito: “[Ella es] Mi abuelita, Celedonia, cuando he ido a la plaza, mi abuela estaba totalmente llena de espinas, bañada en sangre, no tenia zapatos, y ella me dice, a todos, los han matado los policías. Hemos enterrado a nuestra familia con un poco de tierra”. Luego, narra la razón por la que está presa: ella lavaba ropa para mantener a sus hijos. Pero no le alcanzaba. Le dijeron para que pase droga y un día se cayó. Los policías la atraparon y le dieron una condena de ocho años. Le queda año y medio para salir. Maximina es una víctima, más que de la guerra interna, del Estado peruano. Y entiendo víctima, ahora, desde la lectura que Veena Das da de Lyotard. Son víctimas aquellas personas que han perdido los medios para demostrar su inocencia[8] (174, énfasis mío). No obstante, para ser más precisos, creo que en el caso de Maximina, ella no perdió los medios, sino que se los quitaron: le quitaron años de vida en el encierro, le dejaron sin familiares, y la separaron de sus hijos. Este es un fértil ejemplo de las paradojas que encontramos en la complejidad de pensar a las víctimas desde un marco general que tambalea ante cada caso específico.
¿Cómo devolverle a esta mujer, aunque sea simbólicamente, una parte de lo que perdió? ¿Cómo entender su encierro si no es bajo las condiciones de brutal violencia, dominación y desigualdad? ¿Podemos hablar de justicia como un objeto abstracto y genérico cuando es un mismo agente el que viola, y luego juzga? Creemos, con Leonor Arfuch, que “cuando está en juego un pasado traumático, ya no se trata simplemente de recordar, sino más bien de multiplicar las preguntas y de aceptar la contradicción, sin intentar atemperar las aristas conflictivas” (Arfuch 2008: 89). Por ello, creemos que “Volver a ver” es un documento que visibiliza las múltiples memorias silenciadas, que necesitan, urgentemente, una escucha activa capaz de nombrar la violencia política y simbolizarla produciendo algo distinto de ella misma. Toca esperar que su mensaje llegue al Estado, y todos podamos asumir esta labor viendo a las víctimas más allá de su circunstancia, desde su misma defensa, que nos increpa y nos coloca en una posición compleja y necesaria: la de forjar nuestra ciudadanía desde un compromiso total con el otro.